Esto ya es historia
Al llegar a la mesa, cargado con tres jarras de cerveza, sus genes relucieron y, aprovechándose del factor sorpresa, deslumbraron a tres mujeres que estaban allí sentadas. Era el único hombre moreno de ojos oscuros en muchos fines de semana a la redonda. Eso era estar en el sitio adecuado en el momento adecuado pero lo era por azar, por casualidad, al igual que él, al igual que esos genes, tan resultones en aquella ocasión, que estaban ahí porque en su día sonó la flauta.
La cosa empezó desmadrada, acelerada, como una taquicardia, fue dejar las cervezas al sentarse y un bombardeo de preguntas y miradas hicieron blanco en su acartonada naturalidad. Por momentos parecía que estuviera dando una rueda de prensa más que conversación. Si siempre fuera así, pensó y se llevó al gaznate las cervezas, no todas, es un decir. Cuando el traje les empezó a venir demasiado grande, cuando el laberinto de preguntas y respuestas, de miradas y gestos, empezaba a dejar de ser una icógnita, cuando empezó a ser demasiado explícito en su intención última, cambiaron de tema, creyeron, o al menos cambiaron de traje. Luego fue mucho mejor para todos, las palabras, las suyas y las de los demás, terminaron coreografiadas y su número de teléfono acabó en las manos de aquellos ojos azules bajo una excusa poco convincente. Pero él, y ya que estaban en lo que estaban, se tomó su interés por su lengua como sincero.
Ya en otro bar, se esperaban otras cosas de él y esos ojos azules delataban impaciencia. No me importa, llegó a pensar con arrogancia y se puso cómodo, para revolcarse como un cerdo sobre sus penas, penitas, penas, confesándose sus heridas en el fondo de cada jarra de cerveza. Habló, pensó y cantó. Diseeeeen que pooooor las noooooooches no más se leiiiiiiiiiibaeeeen puuurooo shoooooraaaaaaaar; diseeeeen que nooo comíiiiia no más se leiiiiiiiiiibaeeeeeen puuuuurooo tomaaaar. Ahí iba él. Camarero, otra ronda. Las jarras relucían magníficas sobre la mesa, como trofeos de oro al despropósito, y las agarraron con fuerza para el brindis. La tan anunciada tormenta del siglo hizo acto de presencia, tarde y mal, oliendo a vino, tabaco y mujeres.
Realmente caía la de Dios. La escena que se veía a través de la cristalera, ese caos, no hacía sino que darle un toque épico al fracaso, al teatro, al humor, a los silencios, al deseo, a las mentiras, a las voces, a las promesas y a los ojos azules, que se despidieron de él decepcionados. Épica. Hépica. Hípica. Al trote se fue la amazona y él montó un teatro, un teatrillo, personajillos que interpretó con sus manos haciendo voces falsas y esas cosas, para ver si sus amigos le dejaban en paz a él y a sus (in)decisiones. Ella se había ido vete tú a saber adónde y él se fue a otro bar, será por bares en esta vida, en busca de vete tú a saber qué. Las penas, penitas, penas estaban por todos lados. En la barra, en las jarras, en los gestos de empatía de su interlocutor. Se le salían por las orejas, por los bolsillos del pantalón, por su boca, cuando fumaba, y por sus ojos, cuando se miraba en un espejo, con la gota cristalina y salada a punto de colmar el vaso para hacer definitivamente el ridículo.
En el clímax de la retórica, empuñando unas zanahorias en lo alto, a punto de poner al camarero y a dos botellas por testigo de que nunca volvería a pasar hambre, entró por casualidad una fresa por la puerta. Después de tanto alcohol, a nadie le amargaba un dulce. El pez sacó un anzuelo del bolsillo, lo mordió y se plantó delante suyo meneando las aletas. Él se vio como a un decrépito dictador pescando truchas en un pantano recién inaugurado. No llovía, ella estaba cerca de su casa y tampoco era tan tarde pero Con la hora que es, con la que está cayendo y con lo lejos que está tu casa, muñeca, mejor nos tomamos unas fresas con nata bajo ese techo alquilado del que ya te he hablado.
Y fue bajo ese techo que no se atrevió a mirarla. Descubrió con rabia que lo que fue no volvería a ser y avergonzado se dejó llevar cuesta abajo para follar pensando en otra.
Alguien cerró la puerta. Se despertó agarrotado, desnudo, con el cerebro lleno de cristales rotos y clavos oxidados. Estaba solo y así se tomó el café. Un pensamiento tiró de otro, sin venir a cuento, y los recuerdos, unos verdaderos, otros falsos, se amontonaron en su escaparate de los horrores. Intentó pensar pero era demasiado tarde. Se estampó la cara contra la pared, a ver si se la partía de una vez pero las garras heladas del silencio le arrancaron los ojos y esas lágrimas sobadas, a las que ya tuteaba, resbalaron hasta el suelo.
A través de la ventana abierta de aquella cocina, el humo de un cigarrillo recién encendido cayó a un patio interior precioso y, por entre el hueco de dos edificios, salió flotando hasta la calle. El viento soplaba hacia el norte y en esa dirección fue llevado en brazos, por encima de terrazas y parques, por encima de coches y bicicletas, y llegó, casi extinguido, a la ventana de esa otra cocina donde estaba ella, recién levantada y serena, tomando café. Fumaba y leía el periódico. La brisa le rozó el rostro y, como una veleta, encaró su mirada hacia el sur, pensativa. No lo entiendía. Oyó el crujir de la madera. De pronto, había alguien más en la cocina. Y no soy yo.