Sinfonía nr. 8 - Die unvollendete
Sobre una superficialidad fácil y convulsa, flotaban un montón de cuerpos. Ni un alma. Tan sólo cuerpos. La luz era roja oscura. Cuando llegó, quedándose justo pasada la puerta de entrada, nadie se dio cuenta de ello. Únicamente aquel hombre ya mayor detrás de la barra, fumando en un rincón oscuro, reaccionó ligeramente cuando ella apareció. Quizá tomó otro cigarrillo o quizá dejó de respirar durante un instante. En realidad no lo sabemos. Tampoco nos importa. El hecho es que se dio cuenta. Ella estaba observando sonriente y fascinada lo que sus ojos le permitían ver. Aquí estáis, pensó y empezó a andar hacia ninguna parte buscando los ojos de todos ellos, mirándolos, tocándolos, hablándoles en ese colorido idioma y ese montón de cuerpos, ignorantes y muertos de miedo, hacían ver que estaban en otra parte. Pero estaban allí y ella lo sabía.
Llegó a la pista de baile donde todo el mundo bailaba a pesar de que no sonaba música alguna. Esto le provocó la más bella de las sonrisas. Cerró lo ojos y empezó a mover la cabeza lentamente, de un lado a otro, grácil y hermosa, agitando el cabello con cada movimiento dejando que éste acariciara sus sonrientes labios. Esta escena no la vio nadie; nadie quería verla. Ni siquiera ella, que tenía los ojos cerrados. Al abrirlos de nuevo vio, y esto fue exactamente lo primero que vio, la espalda de una atractiva mujer rubia. Quién eres, preguntó en susurros y lentamente, sin dejar de sonreir, se fue acercando atraída por aquellos hombros ligeros y desnudos. Tras caminar unos pasos la sonrisa en sus labios cayó muerta al suelo y su expresión se tornó en un precioso signo de interrogación. No quiso andar más, no quiso alcanzarla y se paró, y dejó de moverse, y siguió mirándo aquella espalda esbelta y aquella melena de pelo lacio y rubio que pintaba aquellos hombros desnudados. Olvidó que estaba rodeada de un montón de cuerpos danzantes y ladeó su cabeza a la derecha. Así lo hizo también la cabeza de la atractiva mujer rubia de espaldas. Ladeó su cabeza a la izquierda. Aquella otra cabeza también lo hizo. Al abrir la boca para hacer la primera de las preguntas, se dio cuenta que estaba frente a un espejo y que lo que en él veía reflejado no era su rostro sino su espalda.
Cerró los punnos, tensa, y extendió los dedos de las manos, alarmada, al ver avanzar por ese espejo una mano desconocida que claramente pretendía rozar con sus dedos aquellos hombros de terciopelo. Su espalda reflejada tembló imperceptiblemente. La mano, aquellos dedos gruesos y peludos, estaban a punto de tocar la piel ajena y el reflejo giró su rostro como si supiera lo que estaba a punto de pasar. Su cara. Soy yo, soy yo, soy yo, repitió tres veces y con un escalofrío giró ella también el rostro. La mano no estaba. Tan sólo aquel montón de cuerpos. Enfureció.
Una palabra formaron sus labios cuando el enorme grito inundó la sala: Mentirosos. Todos los cuerpos de aquel montón de cuerpos se echaron atrás y formaron un círculo casi perfecto en torno a ella. Se habían convertido en una especie de enanos, en pequeños hombrecitos, si no es que ya lo eran antes y ella no se dio cuenta, cosa poco probable. Estaban todos medio desnudos, vestidos con una simple camiseta roja, pequeña como ellos, mirando concentrados y sudorosos a aquella mujer furiosa en el centro de la pista de baile. El silencio, aquel silencio que ella creía estar escuchando, desapareció junto con su furia inmediata y se transformó en unos pasos rítmicos, golpes en el suelo, una suerte de claqué simple que llegaba a sus oidos desde detrás de ella. Cuando se dio la vuelta, aquel hombre delgado y de cabello oscuro estaba allí, haciendo esta especie de danza, con un paradiddlediddle en sus pies mientras escuchaba música en un disc-man pasado de moda.
Posar su mano en el hombro de aquel hombre delgado y de cabello oscuro, esto fue lo que ella hizo y él, al no saber ni siquiera muy bien dónde se encontraba, menos aun quién tenía alrededor, dio un respingo y dejó de moverse. Miraba al suelo. Se quitó los auriculares, pulsó la tecla stop en el discman y, avergonzado, levantó la vista del suelo para mirar los ojos de aquella mujer rubia. Ella sonreía. Hola, Hola, Qué haces aquí, Tengo resaca y no puedo dormir, Por qué, Ayer bebí más de la cuenta, No, lo que quiero saber es por qué no puedes dormir, Ah, creo que no estoy cansado. Aquel hombre delgado y de cabello oscuro tenía el disc-man en sus manos y no sabía muy bien qué hacer con él. Finalmente lo dejó caer al suelo. Qué estabas escuchando, Era Chopin, me ayuda cuando no puedo dormir. La mujer rubia miró al disc-man roto en el suelo y después, sin sonrisa alguna, preguntó, Sabes por qué estoy aquí, Sí, he sido yo el que aquí te ha traído pero no sé muy bien qué es lo que va a pasar ahora. Sin perder la sonrisa respondió, Pero yo sí.
Dio un paso atrás y abrió su bolso. Escucha, dijo aquel hombre delgado y de cabello oscuro, no lo hagas, Hacer el qué, Quiero decir, no todavía, Por qué, Hay algo que quiero saber antes, Qué, Cuál es el primer recuerdo que tienes de tu infancia. Se quedó callada. Quizá estaba deambulando por la desordenada biblioteca que son la memorias de cada uno, intrigada ella también por la pregunta. Quizá estaba simplemente considerando si dar respuesta alguna. De nuevo no lo sabemos aunque esta vez el dato, por curioso, sí que nos importaba. Y fue cuando ella se dispuso a hablar, fuera lo que fuera lo iba a decir, que apareció aquel hombre ya mayor de las sombras y dijo con una voz profunda, Yo sé lo que va a ocurrir. Educadamente se dieron las manos. La mujer rubia miraba a aquel hombre ya mayor agradecida. El hombre delgado de cabello oscuro dejó de respirar. Los ojos de los enanos estaban abiertos como platos. Por favor, permitidme que ponga música, dijo y desapareció de nuevo en la oscuridad.
Los hechos se precipitaban. La mujer rubia sacó del bolso un vestido verde y un par de zapatos de baile y empezó a desnudarse. Aquel hombre delgado de cabello oscuro se dio la vuelta para dejarla sola mientras se desvestía y se encontró frente a aquel montón de gente pequeña. Todos portaban instrumentos y parecían efectivamente una orquesta. Hola, dijo con una sonrisa pero nadie reaccionó. Uno de ellos, uno que no tenía instrumento alguno o que en ese instante lo había dejado caer, se avalanzó contra él gritando y agitando sus menudos brazos. El corpulento portero, calvo y
honesto, apareció al instante y se llevó al pobre infeliz para encerrarlo en un armario que había junto a la barra.
Estoy lista, dijo ella y él se giró por última vez. La música empezó a sonar. El sonido de un cello, unas notas largas y graves que no hacían sino llevarnos por el camino más largo al lugar del que habiamos partido. Esto es Schubert, dijo él tomando aire. Los violines empezaron a sonar, tirando las notas las unas de las otras, rítmicamente, tendiendo un puente entre dos orillas, ese puente que nos lleva siempre al otro lado, en esas ocasiones mágicas en las que somos conscientes de estar entendiendo una idea, de estar llegando a la otra orilla. Cuando el oboe empezó a sonar, la mujer rubia y aquel hombre delgado de cabello oscuro estaban ya bailando.
1 Comments:
La literatura siempre parece tan seria que hacer un comentario chorra parece fuera de lugar...
Pero si, para bailar Schubert parece uqe hay que estar drogado... :-P
8:18 a. m.
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