Una historia inspirada en los miembros de la ppbp y en otras cosas que no tienen nada que ver con casi nada. Es un intento, a su vez, de demostrar que el fútbol y la literatura, aunque sea de saldo, pueden ir de la mano o, en este caso, del link.

viernes, septiembre 21, 2007

Esto ya es historia

Al llegar a la mesa, cargado con tres jarras de cerveza, sus genes relucieron y, aprovechándose del factor sorpresa, deslumbraron a tres mujeres que estaban allí sentadas. Era el único hombre moreno de ojos oscuros en muchos fines de semana a la redonda. Eso era estar en el sitio adecuado en el momento adecuado pero lo era por azar, por casualidad, al igual que él, al igual que esos genes, tan resultones en aquella ocasión, que estaban ahí porque en su día sonó la flauta.

La cosa empezó desmadrada, acelerada, como una taquicardia, fue dejar las cervezas al sentarse y un bombardeo de preguntas y miradas hicieron blanco en su acartonada naturalidad. Por momentos parecía que estuviera dando una rueda de prensa más que conversación. Si siempre fuera así, pensó y se llevó al gaznate las cervezas, no todas, es un decir. Cuando el traje les empezó a venir demasiado grande, cuando el laberinto de preguntas y respuestas, de miradas y gestos, empezaba a dejar de ser una icógnita, cuando empezó a ser demasiado explícito en su intención última, cambiaron de tema, creyeron, o al menos cambiaron de traje. Luego fue mucho mejor para todos, las palabras, las suyas y las de los demás, terminaron coreografiadas y su número de teléfono acabó en las manos de aquellos ojos azules bajo una excusa poco convincente. Pero él, y ya que estaban en lo que estaban, se tomó su interés por su lengua como sincero.

Ya en otro bar, se esperaban otras cosas de él y esos ojos azules delataban impaciencia. No me importa, llegó a pensar con arrogancia y se puso cómodo, para revolcarse como un cerdo sobre sus penas, penitas, penas, confesándose sus heridas en el fondo de cada jarra de cerveza. Habló, pensó y cantó. Diseeeeen que pooooor las noooooooches no más se leiiiiiiiiiibaeeeen puuurooo shoooooraaaaaaaar; diseeeeen que nooo comíiiiia no más se leiiiiiiiiiibaeeeeeen puuuuurooo tomaaaar. Ahí iba él. Camarero, otra ronda. Las jarras relucían magníficas sobre la mesa, como trofeos de oro al despropósito, y las agarraron con fuerza para el brindis. La tan anunciada tormenta del siglo hizo acto de presencia, tarde y mal, oliendo a vino, tabaco y mujeres.

Realmente caía la de Dios. La escena que se veía a través de la cristalera, ese caos, no hacía sino que darle un toque épico al fracaso, al teatro, al humor, a los silencios, al deseo, a las mentiras, a las voces, a las promesas y a los ojos azules, que se despidieron de él decepcionados. Épica. Hépica. Hípica. Al trote se fue la amazona y él montó un teatro, un teatrillo, personajillos que interpretó con sus manos haciendo voces falsas y esas cosas, para ver si sus amigos le dejaban en paz a él y a sus (in)decisiones. Ella se había ido vete tú a saber adónde y él se fue a otro bar, será por bares en esta vida, en busca de vete tú a saber qué. Las penas, penitas, penas estaban por todos lados. En la barra, en las jarras, en los gestos de empatía de su interlocutor. Se le salían por las orejas, por los bolsillos del pantalón, por su boca, cuando fumaba, y por sus ojos, cuando se miraba en un espejo, con la gota cristalina y salada a punto de colmar el vaso para hacer definitivamente el ridículo.

En el clímax de la retórica, empuñando unas zanahorias en lo alto, a punto de poner al camarero y a dos botellas por testigo de que nunca volvería a pasar hambre, entró por casualidad una fresa por la puerta. Después de tanto alcohol, a nadie le amargaba un dulce. El pez sacó un anzuelo del bolsillo, lo mordió y se plantó delante suyo meneando las aletas. Él se vio como a un decrépito dictador pescando truchas en un pantano recién inaugurado. No llovía, ella estaba cerca de su casa y tampoco era tan tarde pero Con la hora que es, con la que está cayendo y con lo lejos que está tu casa, muñeca, mejor nos tomamos unas fresas con nata bajo ese techo alquilado del que ya te he hablado.

Y fue bajo ese techo que no se atrevió a mirarla. Descubrió con rabia que lo que fue no volvería a ser y avergonzado se dejó llevar cuesta abajo para follar pensando en otra.

Alguien cerró la puerta. Se despertó agarrotado, desnudo, con el cerebro lleno de cristales rotos y clavos oxidados. Estaba solo y así se tomó el café. Un pensamiento tiró de otro, sin venir a cuento, y los recuerdos, unos verdaderos, otros falsos, se amontonaron en su escaparate de los horrores. Intentó pensar pero era demasiado tarde. Se estampó la cara contra la pared, a ver si se la partía de una vez pero las garras heladas del silencio le arrancaron los ojos y esas lágrimas sobadas, a las que ya tuteaba, resbalaron hasta el suelo.

A través de la ventana abierta de aquella cocina, el humo de un cigarrillo recién encendido cayó a un patio interior precioso y, por entre el hueco de dos edificios, salió flotando hasta la calle. El viento soplaba hacia el norte y en esa dirección fue llevado en brazos, por encima de terrazas y parques, por encima de coches y bicicletas, y llegó, casi extinguido, a la ventana de esa otra cocina donde estaba ella, recién levantada y serena, tomando café. Fumaba y leía el periódico. La brisa le rozó el rostro y, como una veleta, encaró su mirada hacia el sur, pensativa. No lo entiendía. Oyó el crujir de la madera. De pronto, había alguien más en la cocina. Y no soy yo.

miércoles, septiembre 19, 2007

Respirar

Mientras camino desmayado por la sed y el hambre, recuerdo el sueño de la otra noche. Estaba bajo el agua y podía respirar. Nada más. Tan sólo luz azul brillante rodeándome y yo escuchando el agua turbulenta entrando y saliendo de mis pulmones. Aun así fue un sueño horrible porque en todo momento fui consciente de que me estaba ahogando.

lunes, septiembre 17, 2007

Las primeras cosas de un lunes

Me ponen un lunes delante que, de buenas a primeras, viene soleado y conmigo jugando un poco al escondite. Recién levantado llego a casa, muy pronto por la manyana, y ese minúsculo espagueti en el cenicero ha conseguido apestar toda la casa. La casa apesta a espagueti quemado y a colilla muerta. Ni David Lynch, oiga.

Mientras me ducho el despertador se despierta. Surealismo. Me río y canto. Mientras pongo la cafetera al fuego, suena el móvil que reposa encima de la nevera. No sabe que hoy lo voy a matar y por eso suena. Es la Telefónika, que vienen en media hora. Tras más de tres meses, esperar durante media hora tomando un café a la luz del sol de las ocho de la manyana es un derroche de buen rollo y esperanza en el cual retozo con los pies en alto.

Llaman al timbre, Es la Telefónika. Cuando abro la puerta y la veo llegar resoplando y sin escalera, le pregunto, Y la escalera. Me la he olvidado, me dice, pero seguro que el vecino tiene una. Con esa frase nos envía a los tres (a ella, a mí y a mi ADSL) de una patada en el culo a la república bananera de Alemanía. El vecino no tiene escalera. El vecino ni siquiera está en casa. La Telefónika me dice no sé qué y yo le digo, Que sí, que pa ti la perra gorda, y le doy dos euros para que se tome un carajillo en el bar de la esquina.

Aparezco en el despacho y procedo a matar al móvil. No se lo esperaba. El móvil ha muerto. Viva el móvil!

viernes, septiembre 14, 2007

Adam Green

Subió al escenario, en Potsdam, borracho. O completamente sereno. Qué más da, es un artista. Tiene buena voz y sabe liarla en el escenario contagiando a la gente con ese "me la suda todo, vivo en New York". A penas sabe tocar la guitarra, se equivocaba de acordes y los escasos punteados que tienen algunas de sus canciones no supo hacerlos. Se la suda. Y hace bien. Otros se hubieran muerto de vergüenza.

Le echó la bronca a uno de las primeras filas por cantar mientras él cantaba. El espectador iba en silla de ruedas. O te subes aquí a contarme tus problemas o que alguien te empuje la silla hasta que acabes en el lago pero no cantes más.

A mí me pareció totalmente inofensivo. Por suerte no llamó nazis de mierda a la audiencia. Hay gente que cree que es gracioso decirle eso a unos doscientos alemanes medio borrachos. Lo hizo en otro concierto en Berlín. Esta vez no. Mi acompanyante le hubiera tirado la botella de cerveza sin pensárselo. Si lo hace le doy un botellazo, me iba diciendo de camino al concierto.

jueves, septiembre 13, 2007

Berlin I

Yo no estuve, no pinto nada allí, pero conozco a alguien que allí estuvo. Y me contó, hace escasas horas, que tuvo que descojonarse ante el espectáculo. La única que se reía en toda la galería. Ni los directores de cine, ni los actores, ni los escritores, ni los periodistas, ni los cantantes. Nadie se descojonó. Tan sólo ella. Una pantalla mostrando una mujer de cintura para abajo. Desnuda. Está rascándose las pantorrillas. Pongamos que el video dura unos veinte minutos. Delante de la pantalla la gente (cool) y ella lo ve y mira a la gente. Pero si el rey va desnudo!

Tenemos a un artista y a un mono haciendo dibujos y yo ahora le muestro éste, lo ve bien, Sí, sí, Por 500 Euros, es un dibujo del mono o del artista, Ummm, ummm, esto lo ha hecho el artista, Oooooh! Lo siento, lo hizo el mono!

Entre murmullos afilados y snobismo sin complejos, pudo escuchar lo siguiente. La performance de la artista ha sido cancelada, se la acaban de llevar al psiquiátrico. Y se tuvo que descojonar. Claro.

martes, septiembre 11, 2007

Barcelona I

Borat en una tienda de quesos habla con el vendedor.

What's this, That's cheese, And what's this, That's also cheese, And this, That's cheese, the whole shelf is with cheese, Alright, but what about this, That's cheese.

Cuando el avión alzó el vuelo, la ciudad se desplegó como un mapa en las ventanillas y uno de ellos, el más delgado, comenzó a decir, No todo es la misma ciudad, aquella parte, por ejemplo, ya no es Barcelona. Silencio pensativo que rompió el más sueco de los tres, No, of course, that's cheese.

Sinfonía nr. 8 - Die unvollendete

Sobre una superficialidad fácil y convulsa, flotaban un montón de cuerpos. Ni un alma. Tan sólo cuerpos. La luz era roja oscura. Cuando llegó, quedándose justo pasada la puerta de entrada, nadie se dio cuenta de ello. Únicamente aquel hombre ya mayor detrás de la barra, fumando en un rincón oscuro, reaccionó ligeramente cuando ella apareció. Quizá tomó otro cigarrillo o quizá dejó de respirar durante un instante. En realidad no lo sabemos. Tampoco nos importa. El hecho es que se dio cuenta. Ella estaba observando sonriente y fascinada lo que sus ojos le permitían ver. Aquí estáis, pensó y empezó a andar hacia ninguna parte buscando los ojos de todos ellos, mirándolos, tocándolos, hablándoles en ese colorido idioma y ese montón de cuerpos, ignorantes y muertos de miedo, hacían ver que estaban en otra parte. Pero estaban allí y ella lo sabía.

Llegó a la pista de baile donde todo el mundo bailaba a pesar de que no sonaba música alguna. Esto le provocó la más bella de las sonrisas. Cerró lo ojos y empezó a mover la cabeza lentamente, de un lado a otro, grácil y hermosa, agitando el cabello con cada movimiento dejando que éste acariciara sus sonrientes labios. Esta escena no la vio nadie; nadie quería verla. Ni siquiera ella, que tenía los ojos cerrados. Al abrirlos de nuevo vio, y esto fue exactamente lo primero que vio, la espalda de una atractiva mujer rubia. Quién eres, preguntó en susurros y lentamente, sin dejar de sonreir, se fue acercando atraída por aquellos hombros ligeros y desnudos. Tras caminar unos pasos la sonrisa en sus labios cayó muerta al suelo y su expresión se tornó en un precioso signo de interrogación. No quiso andar más, no quiso alcanzarla y se paró, y dejó de moverse, y siguió mirándo aquella espalda esbelta y aquella melena de pelo lacio y rubio que pintaba aquellos hombros desnudados. Olvidó que estaba rodeada de un montón de cuerpos danzantes y ladeó su cabeza a la derecha. Así lo hizo también la cabeza de la atractiva mujer rubia de espaldas. Ladeó su cabeza a la izquierda. Aquella otra cabeza también lo hizo. Al abrir la boca para hacer la primera de las preguntas, se dio cuenta que estaba frente a un espejo y que lo que en él veía reflejado no era su rostro sino su espalda.

Cerró los punnos, tensa, y extendió los dedos de las manos, alarmada, al ver avanzar por ese espejo una mano desconocida que claramente pretendía rozar con sus dedos aquellos hombros de terciopelo. Su espalda reflejada tembló imperceptiblemente. La mano, aquellos dedos gruesos y peludos, estaban a punto de tocar la piel ajena y el reflejo giró su rostro como si supiera lo que estaba a punto de pasar. Su cara. Soy yo, soy yo, soy yo, repitió tres veces y con un escalofrío giró ella también el rostro. La mano no estaba. Tan sólo aquel montón de cuerpos. Enfureció.

Una palabra formaron sus labios cuando el enorme grito inundó la sala: Mentirosos. Todos los cuerpos de aquel montón de cuerpos se echaron atrás y formaron un círculo casi perfecto en torno a ella. Se habían convertido en una especie de enanos, en pequeños hombrecitos, si no es que ya lo eran antes y ella no se dio cuenta, cosa poco probable. Estaban todos medio desnudos, vestidos con una simple camiseta roja, pequeña como ellos, mirando concentrados y sudorosos a aquella mujer furiosa en el centro de la pista de baile. El silencio, aquel silencio que ella creía estar escuchando, desapareció junto con su furia inmediata y se transformó en unos pasos rítmicos, golpes en el suelo, una suerte de claqué simple que llegaba a sus oidos desde detrás de ella. Cuando se dio la vuelta, aquel hombre delgado y de cabello oscuro estaba allí, haciendo esta especie de danza, con un paradiddlediddle en sus pies mientras escuchaba música en un disc-man pasado de moda.

Posar su mano en el hombro de aquel hombre delgado y de cabello oscuro, esto fue lo que ella hizo y él, al no saber ni siquiera muy bien dónde se encontraba, menos aun quién tenía alrededor, dio un respingo y dejó de moverse. Miraba al suelo. Se quitó los auriculares, pulsó la tecla stop en el discman y, avergonzado, levantó la vista del suelo para mirar los ojos de aquella mujer rubia. Ella sonreía. Hola, Hola, Qué haces aquí, Tengo resaca y no puedo dormir, Por qué, Ayer bebí más de la cuenta, No, lo que quiero saber es por qué no puedes dormir, Ah, creo que no estoy cansado. Aquel hombre delgado y de cabello oscuro tenía el disc-man en sus manos y no sabía muy bien qué hacer con él. Finalmente lo dejó caer al suelo. Qué estabas escuchando, Era Chopin, me ayuda cuando no puedo dormir. La mujer rubia miró al disc-man roto en el suelo y después, sin sonrisa alguna, preguntó, Sabes por qué estoy aquí, Sí, he sido yo el que aquí te ha traído pero no sé muy bien qué es lo que va a pasar ahora. Sin perder la sonrisa respondió, Pero yo sí.

Dio un paso atrás y abrió su bolso. Escucha, dijo aquel hombre delgado y de cabello oscuro, no lo hagas, Hacer el qué, Quiero decir, no todavía, Por qué, Hay algo que quiero saber antes, Qué, Cuál es el primer recuerdo que tienes de tu infancia. Se quedó callada. Quizá estaba deambulando por la desordenada biblioteca que son la memorias de cada uno, intrigada ella también por la pregunta. Quizá estaba simplemente considerando si dar respuesta alguna. De nuevo no lo sabemos aunque esta vez el dato, por curioso, sí que nos importaba. Y fue cuando ella se dispuso a hablar, fuera lo que fuera lo iba a decir, que apareció aquel hombre ya mayor de las sombras y dijo con una voz profunda, Yo sé lo que va a ocurrir. Educadamente se dieron las manos. La mujer rubia miraba a aquel hombre ya mayor agradecida. El hombre delgado de cabello oscuro dejó de respirar. Los ojos de los enanos estaban abiertos como platos. Por favor, permitidme que ponga música, dijo y desapareció de nuevo en la oscuridad.

Los hechos se precipitaban. La mujer rubia sacó del bolso un vestido verde y un par de zapatos de baile y empezó a desnudarse. Aquel hombre delgado de cabello oscuro se dio la vuelta para dejarla sola mientras se desvestía y se encontró frente a aquel montón de gente pequeña. Todos portaban instrumentos y parecían efectivamente una orquesta. Hola, dijo con una sonrisa pero nadie reaccionó. Uno de ellos, uno que no tenía instrumento alguno o que en ese instante lo había dejado caer, se avalanzó contra él gritando y agitando sus menudos brazos. El corpulento portero, calvo y
honesto, apareció al instante y se llevó al pobre infeliz para encerrarlo en un armario que había junto a la barra.

Estoy lista, dijo ella y él se giró por última vez. La música empezó a sonar. El sonido de un cello, unas notas largas y graves que no hacían sino llevarnos por el camino más largo al lugar del que habiamos partido. Esto es Schubert, dijo él tomando aire. Los violines empezaron a sonar, tirando las notas las unas de las otras, rítmicamente, tendiendo un puente entre dos orillas, ese puente que nos lleva siempre al otro lado, en esas ocasiones mágicas en las que somos conscientes de estar entendiendo una idea, de estar llegando a la otra orilla. Cuando el oboe empezó a sonar, la mujer rubia y aquel hombre delgado de cabello oscuro estaban ya bailando.

lunes, septiembre 03, 2007

Perder

Justamente le comentaba a una mujer el otro día, con un vaso medio lleno de vino tinto en la mano y media botella del mismo entre pecho y espalda, que a mí lo que me interesa es perder. Pero cómo es posible, replicó ella alarmada. Y es que hablábamos sobre el ping-pong.

Más tarde, concretamente ayer, te ponen a una sueca delante de la mesa. Sentada con sus gafas de pasta negra y su inglés perfecto. Y empieza a hablar, a trabucar con verbo ideas que no se sabe muy bien de dónde vienen y que van directas a los oídos de los otros dos que ahí estamos escuchando. El otro, que ya la conoce, se pone en guardia pero yo no entiendo nada de nada y me zambullo (la masa es igual al montón de agua sacada por el cuerpo zambullido) en esa telaranna con olor a pannales y replico pensando lo que digo. Y a cada cosa que digo me responde con otra pregunta, cada vez más incordiante.

Finalmente ella, valiente, despliega su pretenciosa ignorancia (os ahorro los detalles) y nuestros resuellos de caballo viejo le empannan los cristales de las lentes. Luego todo fue a peor e incluso se atrevió a preguntarme en qué estaba pensando. En nada, le dije y cuando ella, mirándome a los ojos, me dijo que estaba pensando en mí, casi me meo en los pantalones.